Fútbol around the world

Estoy ultimando los preparativos de un nuevo viaje. Como un estratega disponiendo la ruta por la que acometer la campaña de conquista, reconozco que disfruto del proceso. Pero si ya de por si cuadrar todas las ambiciones del viajero suele ser difícil, me he percatado que hay una nueva variable a tener en cuenta en la planificación: hay semifinales de Champions League esos días. Y me gusta el fútbol. Mucho. No hasta el límite de que un partido eclipse una noche de viaje especial con mi pareja…pero si lo suficiente para buscar la posibilidad de verlo si con ello no se arruina la velada. A estas horas no sé aún si mi equipo estará clasificado (o él de ella, que no es el mismo y también le gusta ver ganar a los suyos. Paridad, señores), pero puede que de nuevo me toque ver un partido en medio de un viaje. Es algo que me ha pasado a menudo, seguro que a más de un algún aficionado a los viajes y al fútbol (o algún otro deporte) entiende.

En mi caso esta coincidencia no solo no es un problema, sino que es algo que me gusta. Encuentro muy placentero combinar esas dos aficiones y el hecho de replicar en otros contextos aquello que suele ser más propio de tu día a día allí donde vives. Siempre es un curioso contraste y fuente de vivencias únicas. Y lo digo con conocimiento de causa, porque en todos estos años son muchas las veces que he acabado viendo un partido en los lugares más insospechados. El primero que recuerdo es el famoso España-Italia del Mundial del 94, que viví en plena efervescencia adolescente en el pequeño pueblo irlandés de Tuam, cerca de Galway. Lo vimos en el arquetípico pub irlandés- The Thatch se llamaba-, donde solíamos quedar los españoles. Verano iniciático, también aprendimos a sufrir con la selección mientras dábamos nuestros primeros sorbos a una Guinness.  Cuatro años después, mi primo y yo hicimos un viaje exprés a Nantes, para ver el partido de España contra Nigeria en directo. Quizás el único viaje que he hecho expresamente para ver un partido. Ni el autogol de Zubizarreta ni la derrota evitaron que lo pasáramos en grande. Recuerdo también la final del Mundial del 2002, esta vez en Edimburgo, el interminable verano que vivimos allí un grupo de amigos. En esta ocasión el interés no era lúdico, sino más bien financiero, ya que nos jugamos lo poco que nos quedaba de dinero en ese momento a que Alemania ganaba 4 a 2 a Brasil en la final. Como era de esperar Brasil ganó 2-0 y tuvimos que penar nuestra falta de acierto trabajando en un Burger King-algunos-; pero oye, ¿y lo que nos reímos? Éramos como Hemingway en Paris, ¡pobres y felices!

El Thatch de Tuam, casi un hogar durante dos veranos en Irlanda

El Thatch de Tuam, casi un hogar durante dos veranos en Irlanda

Mención aparte merecen los clásicos. El primero, un Real Madrid-Barcelona que vi junto a mi primo, unos recién casados catalanes y unos cuantos mochileros de diferentes nacionalidades en un pequeño albergue en la lejana ciudad de Ushuahia, con los vientos del cabo de Hornos peinándonos el cogote. Aparte del recital de Ronaldinho en aquel partido (ganó el Barcelona 0-3, con el público aplaudiendo al juerguista astro brasileño), recuerdo disfrutar esa sensación indescriptible de ser plenamente consciente, incluso en la más banal de las circunstancias, de estar, casi literalmente, en el culo del mundo. Son cosas que lo hacen un poco más pequeño y habitable, que no es poco. No ha sido el único “clásico” que me ha tocado ver por ahí. El hecho de que mi primo, compañero de alguno de mis viajes más recordados, sea del Madrid y yo del Barça siempre ayudó a que pusiésemos el máximo interés en no perdérnoslo. El más especial puede que fuese un Barcelona-Real Madrid de 2009. Estábamos al sur de Etiopía y el día anterior había caído la del pulpo, haciendo realmente difícil moverse por los ya de por si difíciles caminos africanos. Teníamos que llegar a Arba Minch para tener la mínima posibilidad de verlo, pero no iba a ser nada fácil. Nuestro guía, Osman, preocupado como estaba en poder cruzar los torrentes de agua que amenazaban con dejarnos incomunicados o llevarse aguas abajo nuestro jeep, seguro que se cagó más de una vez en nuestros ancestros al oírnos meterle prisa para poder llegar a ver el partido. Que inconsciente es la ignorancia, aunque una de las veces bien que deseamos perdernos ese clásico y mil mas con tal de llegar sanos y salvos. Al final todo quedó en una anécdota que contar infinidad de veces y llegamos para ver la segunda parte en la única pantalla que había, casi, en la ciudad, junto con una multitud entregada que aplaudía igual cualquier jugada de unos y otros…eso sí es afición y deportividad.

¡Empujad, que no llegamos!

¡Empujad, que no llegamos!

Otros partidos, otros momentos. Como aquella noche en Ko Chang, isla de Tailandia, en la que tres barcelonistas confesos (Roger, Nanet y yo mismo) no encontrábamos sitio donde ver jugar a nuestro equipo un partido de Champions y acabamos en un bar de la peor calaña, dónde su dueño, un marinero marsellés lleno de tatuajes que hablaba castellano dijo que no solo nos pondría el partido, sino que se tomaría unas cervezas con nosotros. Así que allí estábamos, viendo el partido y charlando con el marsellés, uno de esos tipos con una vida novelesca escrita en la piel y en la mirada, como un personaje de comic setentero, mientras las camareras, si es que eran solo eso, bostezaban aburridas y totalmente indiferentes al partido y nuestra charla. O la vez que Tallin, viendo un partido entre el Real Madrid y el Zenit, se nos acercó un ruso al oírnos charlar y resultó ser gran amigo del expresidente blanco, Lorenzo Sanz…otra escena y otro tipo realmente peculiar. Aun recuerdo sus risas y nuestras caras cuando le preguntamos a que se dedicaba: “Importación, dejémoslo ahí” Extraños compañeros de copas hace el futbol a veces. Otro clásico seguido vía Internet desde una piscina paradisíaca en Costa Rica, una polémica Supercopa en casa de Juan y Sara en Noruega; o un partido de la selección contra Francia que vimos, sin buscarlo expresamente, en uno de los restaurantes franceses más famosos de Nueva York. Tuvimos que refrenar nuestra euforia, claro está. Y la vez que vimos a Lo Pelat coronarse en el Camp Nou con la camiseta del Español, sentados en el salón de Alberto en su casa de Dublín…Cervezas, euforia y recuerdos imborrables con una banda sonora de risas y gritos. Ya tengo ganas de estar de viaje con mi musa y, con un poco de suerte, que la semifinal sea entre nuestros dos equipos. Así lo veremos seguro y como dice la canción: el resultado nos dará igual (si gana mi equipo, claro)

En el Felix de Nueva York vimos la última gesta de la selección

En el Felix de Nueva York vimos la última gesta de la selección

Un secreto en mitad de ninguna parte

¿Es esta la maravillosa ermita mozárabe que todo el mundo nos ha recomendado?- recuerdo que pensé mientras bajaba del coche. Era bien temprano y el frio se arremolinaba alrededor de la insulsa, plana y sobria ermita de San Baudelio, a las afueras del pequeño pueblo de Casillas de Berlanga. Sola en medio de ninguna parte, se levantaba este pequeño templo con alma de frontera, que salvo una puerta con arco de herradura, no mostraba ningún signo de ser ni de lejos ese “lugar por descubrir” que nos habían dicho. Levantada sobre la roca misma de la pequeña colina, la cual servía también de primitiva necrópolis,  su sencillez nos desconcertó al principio. Pero que atrevida es la ignorancia y que error el juzgar las cosas solo por su envoltorio, resulta que San Baudelio es una inesperada incógnita encerrada en un exquisito enigma erigida en mitad de ningún sitio.

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El desangelado y sobrio exterior de la ermita

Encantos otoñales en la hospitalaria Berlanga de Duero

Despertarse con estas vistas recarga las pilas a cualquiera

Despertarse con estas vistas recarga las pilas a cualquiera

Hacía frio cuando llegamos a Berlanga de Duero, mucho frío. Era otoño y ya hacía una rasca importante. Por eso fue doblemente cálida la recepción que nos dispensó Lorena cuando llegamos a su Hotel Rural Villa de Berlanga. Embajadora de excepción de la villa, su pasión por su tierra se nota en la efusividad con la que te informa sobre todas las posibilidades que ofrece la localidad y sus alrededores al viajero; una guía turística fantástica. Y tremendamente hospitalaria, lo que hace aún más acogedor este pequeño hotel que tiene poco de rural, con sorprendentes habitaciones de diseño urbano, amplias y limpias, y excelentes vistas a la Colegiata o al Castillo. Si me aceptan el consejo, elijan una de las segundas. Desempañar el cristal de la ventana al levantarse y descubrir la impresionante silueta bajo el primer sol de la mañana…es uno de esos intangibles que alegran el viaje.

La desproporcionada Colegiata asomada a la tranquila Plaza de San Andrés

La desproporcionada Colegiata asomada a la tranquila Plaza de San Andrés

Frente al hotel, decíamos, se encuentra la desproporcionada Colegiata de Nuestra Señora del Mercado, presidiendo la tranquila plaza de San Andrés. Su altura y solidez la confieren de una elegancia serena, pero descuadran sus dimensiones con respecto al resto de la villa. En su día uno de los ejes sobre los que pivotaba el día a día, guarda en su interior una sorpresa que ahora es también logotipo turístico, la piel del primer caimán que vino de las Américas, cortesía del descubridor de las Islas Galápagos, fray Tomás de Berlanga, que, como se podrá imaginar el lector, era natural del villorrio. Cómo era ya noche cerrada cuándo llegamos, nos dedicamos a errabundear, algo a lo que somos muy dados. Pronto desembocamos en la Plaza Mayor, porticada y repleta de historia. De clásico perfil castellano, a la sombra de sus soportales se abrigaban algunos bares donde unos pocos parroquianos veían el fútbol. Caía una fina lluvia cuando llegamos a la Puerta de Aguilera, último vestigio de la antigua muralla medieval, y aun andamos un poco más hasta casi la entrada del pueblo, donde recibe a los visitantes (o los despide) un bello rollo gótico de perfil esculpido que por las noches está muy bien iluminado. En general es un pueblo muy bien iluminado, la verdad, lo que, junto a la tranquilidad que se respira, hace que sea un placer perderse en la noche por sus callejuelas flanqueadas de bonitos edificios medievales, con sus vigas de madera a flor de piel de adobe, y nobles palacetes engalanados con sus blasones. Existen también un par de calles que aún recuerdan un pasado de judería, una de las más activas y renombradas de Castilla.

Ejemplo de casa típica medieval, morada de fray Tomás de Berlanga para mayor interés

Ejemplo de casa típica medieval, morada de fray Tomás de Berlanga para mayor interés

 Aunque el frío cada vez apretaba más el abrigo en torno al cuerpo y, para que negarlo, el hambre ya carraspeaba en el estomago, decidimos acercarnos a los pies del castillo, para ver sus impresionantes piedras iluminadas en la noche. La sorpresa fue encontrar el esplendorosamente triste perfil del que en su día fue uno de los más bellos palacios, el Palacio de Villa y Tierra. Fue el sueño de los Marqueses de Tovar y Velasco, especialmente de María de Tovar, mujer adelantada a su tiempo y mecenas de la villa, que trajo el renacimiento italiano a estas tierras. Cruelmente expoliado y quemado por los franceses durante la Guerra de la Independencia, sus jardines contiguos, sostenidos al cerro sobre el que se eleva el castillo con elegantes parterres, eran legendarios. Su fachada, amablemente acompañada de dos torres y amarrada a los lienzos defensivos del Castillo, preside aún la plaza del Mercado, permitiendo imaginar la magnificencia que debió mostrar en su día. Había valido la pena postergar un poco la cena. Pero todo tiene su momento, ¿no? Era hora de cenar y a eso fuimos.

La otrora esplendida fachada del Palacio

La otrora esplendida fachada del Palacio

 Aunque hay varias opciones para el buen yantar, de camino habíamos visto un letrero que nos llamó profundamente la atención: Casa Vallecas. Y aunque no nos une especial relación con el barrio madrileño, bastó esa analogía para dirigir hacia allí nuestros pasos. Y sin saber si hay algo más que lo relacione, nada más entrar nos dimos cuenta que ambos, barrio y restaurante, tienen al menos algo en común, una personalidad propia. Un extraño mural de alguna desconocida vanguardia artística del siglo pasado sirve de contexto a algunas mesas y sillas, en la barra y en torno a la televisión, el reparto propio del medio rural, unos pocos vecinos entrados en años, la benemérita tomando un café, el curioso camarero con alopecia de diseño. Y sin embargo, que atrevida es la ignorancia y el juicio ligero. No quisimos cenar más que unas pocas tapas, así que nos sentamos cerca del colorido mural. ¡Eh! No te lo esperas. Unos platos que si bien no son para tirar cohetes por la cantidad, desbordan sabor y originalidad. Una experiencia sorprendente sin duda. Apuntado queda que tenemos que volver para probar el menú durante las afamadas jornadas micológicas. Cenamos de maravilla en el Vallecas, hay que decirlo.

El paseo a los pies del Castillo y a orillas del Escalote

El paseo a los pies del Castillo y a orillas del Escalote

A la mañana siguiente, después de despedirnos de nuestra amable anfitriona, decidimos peregrinar alrededor del cerro, buscando desde todos los ángulos la mejor foto del impresionante Castillo, el cual lleva infinidad de vidas asomado al valle, primero como fortaleza musulmana, más tarde refugio cristiano y, los muros que hoy disfrutamos, son, en su interior, del siglo XV, y los gruesos muros y robustos torreones circulares del exterior, del siglo XVI. Las murallas que lo rodean se extienden sobre manera, acompañando la curva natural de la piedra, sin intentar remontarla, por lo que cuánto más se aleja uno, más impresionante es la estampa. A finales de verano un campo de girasoles a los pies de la muralla terminan de pintar de color la fotografía más buscada. Si persevera uno en su andar, descubrirá como lo hicimos nosotros un agradable parquecillo escondido entre el río y la pared que resguarda la espalda del baluarte , que aquí se eleva como una negra pared. Y al terminar de rodear el castillo y donde termina el parque, hay un camino por donde adentrarse en el cañón del Río Escalote. Nosotros así lo hicimos y a pesar del lo estrecho del cañón, las orillas del río estaban sembradas de huertas y alguna pequeña edificación. Y allí en el camino, encontramos a dos vecinos conversando: -Va a llover- decía uno. -Déjalo que llueva- contestó el segundo. -Pues eso digo yo…-. Eso sí que es una actitud ante la vida. Aprendida la lección, retomamos el camino para ir a ver la enigmática ermita de San Baudelio, pero eso es otra historia…

El impresionante castillo de Berlanga y sus murallas

El impresionante castillo de Berlanga y sus murallas

Lejos del mundanal ruido

La noble torre restaurada del siglo XV esconde unas habitaciones de ensueño

La noble torre restaurada del siglo XV esconde unas habitaciones de ensueño

Descubro anonadado como el aforismo “lejos del mundanal ruido” resulta que es el título de un libro de un escritor inglés del siglo XIX, Thomas Hardy…me encanta esa fuente de conocimiento, la más de las veces inútil, que es internet. En realidad yo iba buscando otro autor, el más patrio Fray Luis de León, quién en su oda a la vida retirada ya proclamaba: “¡Qué descansada vida/la del que huye del mundanal ruido/y sigue la escondida/senda, por donde han ido/los pocos sabios que en el mundo han sido”. Say no more. Y en el caso que nos ocupa los sabios fueron una pareja de ingleses que después de veinte años en el mundo editorial y recorrer muchos caminos, descubrieron el apartado valle del pequeño río Tastavins; y en el valle, una masía, con su torre del siglo XIV; y en el valle y la masía, el lugar dónde querían quedarse. Dónde quiere quedarse ahora todo aquel que tiene la suerte de llegar a este oasis que juntos construyeron, de alojarse en La Torre del Visco.

Todo está cuidado al mínimo detalle, es un Realix & Chateux. Ojo cuidao

Todo está cuidado al mínimo detalle, es un Relais & Chateaux. Ojo cuidao

Como decía el poeta, para llegar a disfrutar, aunque sea brevemente, de esta descansada vida, hay que seguir la senda escondida. En este caso son 5,5 km de senda forestal que se abre entre pinares. Al final de la pista, abierta al valle, encontramos la singular y noble masía, con su torre y diferentes edificios anexos, rodeado de la enorme finca en medio de un paraje sin casi signos de actividad humana, con el río y un pequeño macizo montañoso al fondo. Ajenos, en medio de la nada, se encuentra todo. Y todo cuidado al máximo. El escondite perfecto, sin duda. La antigua torre esta restaurada con mimo y respeto, y el interior, habitaciones y lugares comunes, destila un gusto depurado. Piano incluido. Una biblioteca espectacular donde pasar horas leyendo o escuchando música, cómodos salones donde convertir la charla en arte, una bodega original y excelentemente surtida, terrazas y jardines donde sentarse a tomar el té y dejar pasar el tiempo como si nos sobrase… ¿Y las habitaciones? Espectaculares. No hay tele en ellas, lo cual es una declaración de intenciones y un acierto. Y como el sabio monje, del monte en la ladera también tienen por su mano plantado un huerto. Un huerto y un cuidado jardín. Pero el huerto además surte con sus ecológicos productos al restaurante, que completa la experiencia del que se hospeda con la posibilidad de degustar sabrosísimos manjares. Un detalle que me gustó especialmente es que se puede visitar la cocina, un ejemplo más de que el huésped aquí es casi un invitado. El trato es exquisito, incluso familiar (en el mejor sentido de la palabra) por parte de la dueña, Gemma, y todo el personal. Esta sensación se acrecienta aún más durante el pantagruélico desayuno (embutidos de la zona, panes recién hechos, mermeladas caseras…), ya que se sirve en una gran mesa en la cocina compartiendo asiento y experiencias con el resto de huéspedes.

Jardines, terrazas. Patios y fuentes. El retiro campestre nunca fue tan elegante

Jardines, terrazas. Patios y fuentes. El retiro campestre nunca fue tan elegante

El puente medieval y la arco de San Roque, puerta de Valdrerobres

El puente medieval y el portal de San Roque, puerta de Valderrobres

Además, no hay que olvidar que alrededor de la finca, son muchos los senderos que nos permiten perdernos por el valle y el monte, reconciliarnos con la naturaleza. O también puede uno acercarse a Valderrobres, bonita localidad a la orilla del Matarraña y abrazada a la peña conocida como La Caixa, con sus antiguas fachadas asomadas al río. Un puente gótico de piedra nos da paso a través del portal de San Roque a la plaza de la Casa de la Villa, rodeada de contundentes edificios civiles de espíritu medieval e inmensos y bien labrados aleros de madera. Después de entrar a alguna de las tiendas de productos típicos de la zona (especial mención a Casa Giner y su amable trato), uno puede acometer la subida hasta el impresionante conjunto que la corona, el Castillo-Palacio y la gótica Santa María la Mayor, con su impresionante rosetón y sus gárgolas. Merece la pena el esfuerzo, aunque para visitarlos hay que comprar las entradas abajo en el pueblo. En el sentido contrario de la carretera, se puede visitar Fuentespalda, pueblo más pequeño que el anterior pero no exento de encantos y un rico pasado. Y una más rica sobrasada y chorizos, no digan que no les aviso.

Pero volvamos a La Torre del Visco, siempre hay que volver a los lugares donde uno puede sentarse al sol y abdicar de sí mismo para conquistar su tiempo. Ver atardecer desde una de sus terrazas, con una cerveza en la mano, quizás no es tan ascético como nuestro fraile tenía pensado, pero sin duda es un lujo que no tiene precio y eso es algo que solo los sabios aprecian.

Ningún paraíso lo es si no puedes compartirlo

Ningún paraíso lo es si no puedes compartirlo

 

Senderos otoñales en Soria

Las otoñales riberas del Río Lobos

Las otoñales riberas del Río Lobos

Despertar pronto para ponerse marcha, se hace menos duro si es para emprender viaje. Las carreteras están casi vacías y eso es un privilegio que hay que aprovechar. Nuestra primera parada será Riaza, villa montaraz y de ocio vacacional. Los primeros fríos aquí ya despuntan, y al bajar del coche el viento acaricia la piel con mil alfileres de escarcha. Asomamos a la bonita Plaza Mayor, con su corazón de arena, y nos metemos en un bar cualquiera, bajo los soportales para desayunar un café y una barrita de pan con tomate y aceite (no quedarán en el recuerdo). Justo antes de salir, invaden el bar un grupo de venerables señoras que como una bandada de grullas parecen enloquecer en los espacios pequeños. Enfilamos la puerta a tiempo de ver como una a una se afanan en volver loco al pobre camarero con mil requerimientos a la vez. Recobradas las fuerzas, emprendemos de nuevo el camino. Tranquilos, sin prisas y disfrutando del paisaje. La carretera es casi nuestra y la tierra asoma roja, pura. Pero no sé leer bien en ella, lo confieso. Confundo cerros y oteros; altozanos, collados y ribazos, mezclo hondonadas con cañadas y me pierdo si me asomo más allá de la linde o la colina. La terca obstinación de pastores y campesinos dio nombre a la aspereza del suelo, creo un mapa espiritual que tristemente ya no sabemos descifrar. Es una riqueza que perdemos, una más. Un pasado que se nos borra y que el viajero debe preservar si puede con su memoria.

Cruzando el río, en la pradera, la ermita de San Bartolomé

Cruzando el río, en la pradera, la ermita de San Bartolomé

En esas divagaciones estábamos cuando, remontando la vega del río Ucero llegamos a la villa del mismo nombre, al pie de un alto cerro coronado por las imponentes ruinas de un castillo templario. Ya estábamos cerca. En una curva del camino, dónde se mezclan el río Lobos y el Ucero, está el desvío para internarse en el Cañón. Hay un parking gratuito y uno de pago más adelante. Cuanto antes aparque uno el coche, mejor. Este es un paraje para reconciliarse con la naturaleza y uno mismo, paso a paso, entre paredes de piedra y riberas. El profundo Cañón del río Lobos es fruto de la incansable erosión del río, que encajonado desde Burgos, horada, como el tiempo a la memoria, las cretácicas calizas de Soria. Enormes paredes de roca envuelven, desmoronados muros de patrias olvidadas, ahora salpicadas de caprichosas concavidades donde el agua hizo de las suyas; todo se pinta de óxido, gris y verde. Para visitar la ermita de San Bartolomé, se deben recorrer unos tres kilómetros desde el último parking. Se hacen cortos; acompañando al río o ascendiendo por la ladera, se puede elegir camino. Con mucha gente asemeja una romería de domingueros, pero en general se hace cómodo y relajado.

El Temple sabía donde edificar, no hay duda

El Temple sabía donde edificar, no hay duda

Calle Mayor de Burgo de Osma

Calle Mayor de Burgo de Osma

Transcurren flanqueados por sabinas (enebros en esta zona), quejigos y alguna encina. Gayubas, espliego o tomillo dan sabor al aire. En la ribera, chopos y sauces acompañan al caminante, mientras en el río flotan nenúfares, lentejuelas y heroicas eneas. En las repisas y oquedades seguro que tendrá la suerte de contemplar buitres y quizás algún águila. También surcan los aires de la zona halcones, azores o lechuzas, y alguna garza pesca en las aguas. Otros vecinos son las nutrias, zorros, culebras, truchas…es un lugar que respira vida. Y al final de ese breve camino, en la explanada que se abre en un meandro del río, frente a una enorme pared de piedra, la ermita. La pequeña iglesia es lo único que queda de un antiguo monasterio templario, una construcción románica del siglo XIII con alguna influencia del incipiente gótico. Esta tan bien conservada que parece que se acaba de construir. Su ubicación en tan singular paraje es solo uno de sus misterios. Parece ser que la ermita se halla a la misma distancia, en metros, de los límites más externos al este y al oeste de la Península, marcando su meridiano. Curiosa gente estos templarios.

La Catedral de Burgo de Osma

La Catedral de Burgo de Osma

Testimonio de que estas singulares naturalezas son ocupadas desde muy antiguo son los grabados y pinturas en la Cueva Grande, abierta como una herida en la roca frente a la ermita. El camino se adentra en el cañón, acompaña al río, pero abierto el apetito uno puede darse la vuelta satisfecho y acercarse a Burgo de Osma, noble villa donde poner un parche de cordero a ese agujero en la tripa. En la soportalada calle Mayor, frente al Palacio Episcopal, el Mesón Marcelino es una buena opción. Al menos para nosotros lo fue, y doy fe que para el cantante de M-Clan, que se sentó en la mesa de al lado, también. Un delicado y sabrosísimo revuelto de boletus, un más que digno cuarto de lechazo regado todo con un Prado Rey de 2013 bien recomendado, y de postre…ojo el postre, un hojaldre con nata y mermelada de frambuesa ligero y riquísimo. Así sí. Y para bajarlo nada mejor que pasear por el centro histórico de esta villa, acercándose a la gótica y ornamentada Catedral de Santa María de la Asunción o la plaza Mayor, centro neurálgico flanqueado por el neomudejar Ayuntamiento y el Antiguo Hospital de San Agustín, con sus simétricas torres achapiteladas, que alberga ahora el centro cultural y dónde el viajero podrá encontrar numerosa información turística de la zona.  Pero para despedir el día, a mi modo de ver, no hay mejor estampa que asomarse al río Ucero con las viejas murallas a la espalda y el cuidado parque aledaño, viendo al fondo las encaramadas ruinas del castillo de Osma. Así lo hicimos nosotros antes de continuar nuestro camino.

La simétrica casa de la cultura

La simétrica casa de la cultura