Estaba en Nueva York y quería una hamburguesa. Es lo suyo, ¿no?. Si vas a Roma, el cuerpo te pide pizza; si vas a Tokio, algo de sushi; si vas a Londres…en fin, quería una hamburguesa. La mejor, si es que es posible determinar ese absoluto en la galaxia de opciones que es la Gran Manzana. Nos habían dicho que no podíamos irnos sin probar la del P.J. Clarke’s, un lugar de esos que destilan personalidad. Qué mejor para probar una auténtica hamburguesa que un local que presume de haber tenido cinco dueños en sus más de 100 años de historia y, de los cinco, a ninguno les gustaba el cambio.
Subiendo por la 3ª avenida vimos el edificio de ladrillo rojo dónde se sitúa el restaurante, imperturbable entre un bosque de rascacielos y torres de oficinas. Seguro de sí mismo. La cosa prometía. Entramos al trote para protegernos del frio y lo que encontramos fue un local acogedor, con aíre de clásico. Una barra de bar digna de sitcom, de esas donde uno casi se imagina diciendo “Coño, ¿ese no es Woody Harrelson?, unas paredes tapizadas de recuerdos y fotos, una tremenda colección de botellas como peones de infantería, y una clientela de lo más variopinta, de esas que Sabina detallaría con castiza ironía.
Cómo teníamos que esperar a unos amigos, nos acodamos sobre la barra y pedimos unas cervezas, mientras revisábamos bien el ecosistema. Entrar aquí es entrar un poco en la historia de esta ciudad, y por todas las fotos, objetos y recortes que guardan las espaldas al barman, su papel no es del todo secundario. En pie desde 1884, el P.J. Clarke’s de la 3ª avenida (hay más, pero no son éste) ha vivido una depresión, una ley seca, dos guerras mundiales, los Bush…el nombre le viene de un camarero irlandés, Patrick Joseph “Paddy” Clarke, que primero trabajó en el local y finalmente se lo compró al dueño. Y por ahí empezó a construirse el mito.
En un momento dado, esperando nuestro turno para entrar a comer, vimos como preparaban una fuente de hielo con ostras y marisco…no es lo que uno espera encontrar cuando viene buscando una hamburguesería, pero es que este plato es típico de aquí. Y no tenían mala pinta. Quizás este toque chic era lo que venía a buscar Marilyn Monroe cuando acudía al local. Porque a partir de los años 40 del siglo pasado, el P.J.Clark’s empezó a ser frecuentado también por las celebrities. Y con ellos, las anécdotas, la publicidad y eso tan difícil de construir, la leyenda. Dicen que Nat King Cole era un autentico fan y decía que aquí servían el Cadillac de las hamburguesas, o que fue en una de sus mesas donde Buddy Holly pidió en matrimonio a su chica, unas semanas antes de que su avión se estrellase el día que murió la música; también solían venir actores como Elizabeth Taylor o Richard Harris (del que cuentan que nunca pedía menos que cuatro vozkas dobles), o Jacky Kennedy, que solía traer a comer una burguer a su hijo, John Jr…un montón de anécdotas, que junto ese ambiente tan autentico, aderezaban una salsa difícil de no probar. ¿Estaría la hamburguesa al nivel de su historia?
Al final nos llamaron y pasamos al comedor. No era excesivamente grande, algo oscuro, pero mantenía la madera, las paredes de ladrillo, ese aire de intemporalidad y un ambiente animado. Nos sentaron en una esquina que nos daba un poco más de intimidad y nos atendió una camarera ya entrada en años, pero todo amabilidad. No hay ni que mirar el menú, aunque hay varias posibilidades. Hamburguesa, poco hecha, aros de cebolla, patatas fritas y de postre, tarta de queso. New York, New York. ¿Y bien?, mejor aún. No es muy grande, pero tremendamente deliciosa. Carne de gran calidad y nada prensada, una hoja de lechuga, tomate y un poco de cebolla; en el país del extra big, se demuestra que a veces lo simple es mejor. No quieres que se termine, un orgasmo cárnico. En pleno éxtasis, se nos acerco uno de los responsables y nos dijo que en esa mesa donde estábamos, la mesa número 20, es donde se sentaba Frank Sinatra siempre que estaba en la ciudad y quería una hamburguesa…y reconozcámoslo, Sinatra sabía lo que se hacía, ¿o no?.