Hemingway meó aquí (también)

Hemingway meó en muchos lugares, en todos sitios, sobre muchas cosas, seguramente se meó a si mismo más de una vez…pero resulta que aquí quisieron dedicarle una placa por ello. A medio camino entre el Sloppy Joe’s, su bar de referencia, y la casa donde residía, los dueños de la casa donde daba rienda suelta a su otra incontinencia decidieron poner una placa conmemorativa de esa hispánica costumbre del escritor americano, quién, por más de diez años, encontró en Cayo Hueso el refugio-recuerdo de su querida Cuba. Vine buscando al mito y encontré su lado más…humano.

Aquí se inspiraba el viejo Ernest

Aquí se inspiraba el viejo Ernest

Y es que Cayo Hueso, o Key West para los americanos, está más cerca de Cuba que de Miami. Este paraíso tropical es la última isla habitada de los Cayos de la Florida, una cadena de islas que como cuentas de un collar roto se distribuyen en abanico desde Florida. Es el sur más sur de Estados Unidos, pero con sabor a ron y recuerdo de piratería. Refugio ancestral de habitantes de parajes olvidados, aquí se desarrolló una pequeña sociedad colonial entre pescadores, bucaneros, comerciantes sin escrúpulos, buscadores de tesoros y artistas en busca de inspiración. Este es el espíritu de última parada o escondite que encontramos al llegar aquí, después de recorrer la US-1 y sus 22 puentes, única carretera que engarza los Cayos sobre un mar verdeazulado y que termina, o empieza, en esta ciudad.

La ciudad, aunque pequeña es turística, tiene su encanto. Sus casas coloniales me trasladaban a un barrio de Nueva Orleans, o más bien debería decir a la Nueva Orleans que yo he construido en mi cabeza. No tiene el aire artificial de otras ciudades de Florida, aquí antes del negocio y los grandes horrores de cemento, hubo historia, aislamiento, y eso se nota en sus calles y sus habitantes están orgullosos de ella. Al ser pequeña, la mejor opción es aparcar el coche donde uno pueda (algunos vecinos aprovechan sus terrenos para montar lucrativos parkings) y recorrerla a pie, disfrutando de su animada tranquilidad.

Todo se vertebra en torno a Duval Street, la principal arteria por donde circula la vida y la animación, repleta de bares, terrazas y multitud de tiendas y locales de lo más variado, que da una idea de lo ecléctico del personal que ha acabado aquí. Y el color…color por todas partes, en las casas, en las flores, en las ropas y en la voz de la gente. Gays, moteros, turistas, familias, artistas y perdidos recorren de norte a sur sus aceras, desde la Avenida Truman al pequeño puerto, donde se reúne la gente a despedir el día. Muy recomendable sentarse en el Caroline´s Café a tomar algo y contemplar el improvisado desfile.

Pero no se acaba Cayo Hueso aquí, que va. Conviene tomar como siempre un camino aparte y perderse sin rumbo, bajo la sombra de árboles centenarios, entre porches con acogedoras hamacas y refrescos olvidados, buscar sin prisa la casa de Hemingway entre las innumerables casonas de tipo colonial. Así, uno va descubriendo casi sin querer alguno de los otros atractivos de la localidad: el Southernmost Point, el punto más meridional de los Estados Unidos, inicio del Caribe y lugar de peregrinaje fotográfico de los coleccionistas de fotos sin alma; la Fort Taylor Beach, el viejo faro de 1848…take it easy man, aquí no hay prisa. Errabundear es una actitud.

Porches donde dejar pasar el tiempo

Porches donde dejar pasar el tiempo

Y así, dando tumbos, algo perdidos, buscando sin buscar, fuimos buscando el rastro de papá Hemingway. Primero encontramos esa placa recordando la incontinencia del genio, poco después, por fin, su casa. Un enorme caserón de estilo sureño, con profundo jardín y una pileta con historia y, parece ser qué, tomado por los descendientes de los gatos que tenía allí el viejo que escribió del mar. En este rincón del trópico buscó Hemingway su refugio ansiado, el recuerdo de su Cuba libre, y entre copa y copa escribió alguna de sus mejores obras, ejercicios melancólicos de otra época en la que fue muy pobre, pero muy feliz. Añorando esa juventud en la que derrochaba sueños, abrazaba el riesgo y se bebía el presente (y no para ahogar el futuro).

No entré, contemplé el caserón y sus árboles y sus turistas, y pensé en que pasaría si volviera en ese momento el escritor, tambaleándose pero recién aliviado a costa de las flores del vecino, y viese su recuerdo y su vida reducida a 12 dólares la visita…el amargo destino del héroe postmoderno, la inmortalidad convertida en souvenir.

Dolce far niente en Venecia

Venecia…misteriosa y elegante, acosada y decadente…un recuerdo en venta que pese a todo, guarda en sus canales y tras sus desconchadas fachadas mucho más de lo que puede captar el objetivo de la cámara. Vida escondida tras un escenario suntuoso, mítico. Esta fabulosa ciudad se esconde tras una de sus famosas máscaras de Carnaval y como a una noble dama, hay que ir descubriendo sus secretos poco a poco, dejándose seducir despacio, como se deslizan las góndolas por canales olvidados.

Reconozco que me gusta perderme por las ciudades, errabundear con la secreta intención de tomar el pulso de lo cotidiano, ajeno a oficialismos o dictados de guía turística. No siempre lo consigo. Pero en Venecia, una de las ciudades más visitadas y fotografiadas del mundo, alejarse de la caterva de turistas y lanzarse por las callejuelas en busca de lo insólito, de la vida cotidiana que palpita pese a todo dando la espalda a los visitantes que irónicamente la mantienen viva, es obligado. Perderse en esta ciudad es empezar a conocerla, tomar la calle que se esconde y no seguir rumbo fijo…así encontré yo el lugar del que quiero hablaros, uno de esos rincones que no se pueden buscar, solo pueden ser encontrados. Como las cosas importantes en la vida.

Squeri de San Trovaso, el más antiguo de la ciudad

Squeri de San Trovaso, el más antiguo de la ciudad

Dos veces me encontré con el campo de Santo Trovaso, muchas veces desde entonces he vuelto en mi cabeza. Éste es uno de esos rincones por donde consigue respirar esta ciudad asediada. Está situado en el barrio, o sestiere como aquí se denomina, del Dorsoduro, casi volcado al lado contrario del Gran Canal y no muy lejos de Santa María della Salute. En sus inmediaciones existe aún uno de los tres (y el más antiguo) talleres tradicionales, o squeri, que quedan de góndolas venecianas. La iglesia de Santo Trovaso se erige de guarda y sostén de una pequeña plaza rectangular, configurada en dos niveles y con una coqueta e ínfima zona verde asomada a un pequeño canal. Un pequeño oasis de calma en medio del caos, el perfecto lugar donde descansar del estresado errar del viajero desestresado.

Dos veces dejé pasar el tiempo y disfrute con ello en este lugar. Una primera vez fue una eterna tarde de verano, el descanso del guerrero después de un largo viaje con dos amigos de esos que no sobran. Cansados de movernos bajo la dictadura del mapa, compramos unas cervezas y cruzando el puente de San Trovaso, nos dejamos caer en la hierba, dispuestos exprimir lo que nos quedaba en Venecia de la mejor manera que sabemos: no haciendo nada. Así, entre una charla animada y la perezosa cotidianeidad veraniega que se desarrollaba a nuestro alrededor, fuimos despidiendo la tarde y el viaje. Un grupo de estudiantes también veía caer la luz, disolutos ellos como la dichosa juventud; cerca, una pareja de bohemios enamorados (o enamorados de lo bohemio), asomados al canal con una botella de vino, se hacían silenciosas y profundas confidencias que no tardarían en olvidar; al otro lado del canal, pensativos venecianos volvían por la Fondamenta Nani con la compra; ciudadanos del mundo buscando un monumento aislado, unos niños rebotando la pelota contra la fachada de la iglesia…así, fuimos aprendiendo sin aprender el secreto del dolce far niente de una tarde de verano en Venecia.

El amor bohemio en Venecia y un vino peleón

El amor bohemio en Venecia y un vino peleón

La segunda, fue un perderse premeditado, encontrar sin perseguir ese dejar pasar las horas a la sombra de San Trovaso, que tan buen recuerdo me había dejado. Quise llevarla y compartir el tesoro hallado y convertirlo en nuestro pequeño y secreto peregrinar dentro de nuestra visita a la ciudad. Un lugar donde rendir culto a esa Venecia que hicimos nuestra y de nadie más, tan solo un año después de conocernos. Esta vez, quisimos atrincherarnos en lo extraordinario, así que nos compramos unos cuantos cichettis, los aperitivos venecianos, y una botella de vino Prosecco en una antigua y encantadora cantina situado al pie del puente de San Trovaso, Al Bottegon se llamaba; y con nuestros víveres nos dejamos caer en el césped, a la sombra de la iglesia y los pequeños árboles. Alejados, pero más venecianos que nunca, disfrutamos cada segundo que se perdía en el canal, mientras desde una barca vendían fruta y algunos clientes salían renqueantes de la cantina. Nos bebimos el vino y el tiempo, sin prisas, disfrutando de estar allí, de estar juntos, y de los palacios de fachadas desconchadas en esa Venecia ajena al bullicio y horarios. La felicidad a veces no es tan difícil de encontrar, solo es que está un poco escondida.

Santo Trovaso visto por el artista

Santo Trovaso visto por el artista