Fútbol around the world

Estoy ultimando los preparativos de un nuevo viaje. Como un estratega disponiendo la ruta por la que acometer la campaña de conquista, reconozco que disfruto del proceso. Pero si ya de por si cuadrar todas las ambiciones del viajero suele ser difícil, me he percatado que hay una nueva variable a tener en cuenta en la planificación: hay semifinales de Champions League esos días. Y me gusta el fútbol. Mucho. No hasta el límite de que un partido eclipse una noche de viaje especial con mi pareja…pero si lo suficiente para buscar la posibilidad de verlo si con ello no se arruina la velada. A estas horas no sé aún si mi equipo estará clasificado (o él de ella, que no es el mismo y también le gusta ver ganar a los suyos. Paridad, señores), pero puede que de nuevo me toque ver un partido en medio de un viaje. Es algo que me ha pasado a menudo, seguro que a más de un algún aficionado a los viajes y al fútbol (o algún otro deporte) entiende.

En mi caso esta coincidencia no solo no es un problema, sino que es algo que me gusta. Encuentro muy placentero combinar esas dos aficiones y el hecho de replicar en otros contextos aquello que suele ser más propio de tu día a día allí donde vives. Siempre es un curioso contraste y fuente de vivencias únicas. Y lo digo con conocimiento de causa, porque en todos estos años son muchas las veces que he acabado viendo un partido en los lugares más insospechados. El primero que recuerdo es el famoso España-Italia del Mundial del 94, que viví en plena efervescencia adolescente en el pequeño pueblo irlandés de Tuam, cerca de Galway. Lo vimos en el arquetípico pub irlandés- The Thatch se llamaba-, donde solíamos quedar los españoles. Verano iniciático, también aprendimos a sufrir con la selección mientras dábamos nuestros primeros sorbos a una Guinness.  Cuatro años después, mi primo y yo hicimos un viaje exprés a Nantes, para ver el partido de España contra Nigeria en directo. Quizás el único viaje que he hecho expresamente para ver un partido. Ni el autogol de Zubizarreta ni la derrota evitaron que lo pasáramos en grande. Recuerdo también la final del Mundial del 2002, esta vez en Edimburgo, el interminable verano que vivimos allí un grupo de amigos. En esta ocasión el interés no era lúdico, sino más bien financiero, ya que nos jugamos lo poco que nos quedaba de dinero en ese momento a que Alemania ganaba 4 a 2 a Brasil en la final. Como era de esperar Brasil ganó 2-0 y tuvimos que penar nuestra falta de acierto trabajando en un Burger King-algunos-; pero oye, ¿y lo que nos reímos? Éramos como Hemingway en Paris, ¡pobres y felices!

El Thatch de Tuam, casi un hogar durante dos veranos en Irlanda

El Thatch de Tuam, casi un hogar durante dos veranos en Irlanda

Mención aparte merecen los clásicos. El primero, un Real Madrid-Barcelona que vi junto a mi primo, unos recién casados catalanes y unos cuantos mochileros de diferentes nacionalidades en un pequeño albergue en la lejana ciudad de Ushuahia, con los vientos del cabo de Hornos peinándonos el cogote. Aparte del recital de Ronaldinho en aquel partido (ganó el Barcelona 0-3, con el público aplaudiendo al juerguista astro brasileño), recuerdo disfrutar esa sensación indescriptible de ser plenamente consciente, incluso en la más banal de las circunstancias, de estar, casi literalmente, en el culo del mundo. Son cosas que lo hacen un poco más pequeño y habitable, que no es poco. No ha sido el único “clásico” que me ha tocado ver por ahí. El hecho de que mi primo, compañero de alguno de mis viajes más recordados, sea del Madrid y yo del Barça siempre ayudó a que pusiésemos el máximo interés en no perdérnoslo. El más especial puede que fuese un Barcelona-Real Madrid de 2009. Estábamos al sur de Etiopía y el día anterior había caído la del pulpo, haciendo realmente difícil moverse por los ya de por si difíciles caminos africanos. Teníamos que llegar a Arba Minch para tener la mínima posibilidad de verlo, pero no iba a ser nada fácil. Nuestro guía, Osman, preocupado como estaba en poder cruzar los torrentes de agua que amenazaban con dejarnos incomunicados o llevarse aguas abajo nuestro jeep, seguro que se cagó más de una vez en nuestros ancestros al oírnos meterle prisa para poder llegar a ver el partido. Que inconsciente es la ignorancia, aunque una de las veces bien que deseamos perdernos ese clásico y mil mas con tal de llegar sanos y salvos. Al final todo quedó en una anécdota que contar infinidad de veces y llegamos para ver la segunda parte en la única pantalla que había, casi, en la ciudad, junto con una multitud entregada que aplaudía igual cualquier jugada de unos y otros…eso sí es afición y deportividad.

¡Empujad, que no llegamos!

¡Empujad, que no llegamos!

Otros partidos, otros momentos. Como aquella noche en Ko Chang, isla de Tailandia, en la que tres barcelonistas confesos (Roger, Nanet y yo mismo) no encontrábamos sitio donde ver jugar a nuestro equipo un partido de Champions y acabamos en un bar de la peor calaña, dónde su dueño, un marinero marsellés lleno de tatuajes que hablaba castellano dijo que no solo nos pondría el partido, sino que se tomaría unas cervezas con nosotros. Así que allí estábamos, viendo el partido y charlando con el marsellés, uno de esos tipos con una vida novelesca escrita en la piel y en la mirada, como un personaje de comic setentero, mientras las camareras, si es que eran solo eso, bostezaban aburridas y totalmente indiferentes al partido y nuestra charla. O la vez que Tallin, viendo un partido entre el Real Madrid y el Zenit, se nos acercó un ruso al oírnos charlar y resultó ser gran amigo del expresidente blanco, Lorenzo Sanz…otra escena y otro tipo realmente peculiar. Aun recuerdo sus risas y nuestras caras cuando le preguntamos a que se dedicaba: “Importación, dejémoslo ahí” Extraños compañeros de copas hace el futbol a veces. Otro clásico seguido vía Internet desde una piscina paradisíaca en Costa Rica, una polémica Supercopa en casa de Juan y Sara en Noruega; o un partido de la selección contra Francia que vimos, sin buscarlo expresamente, en uno de los restaurantes franceses más famosos de Nueva York. Tuvimos que refrenar nuestra euforia, claro está. Y la vez que vimos a Lo Pelat coronarse en el Camp Nou con la camiseta del Español, sentados en el salón de Alberto en su casa de Dublín…Cervezas, euforia y recuerdos imborrables con una banda sonora de risas y gritos. Ya tengo ganas de estar de viaje con mi musa y, con un poco de suerte, que la semifinal sea entre nuestros dos equipos. Así lo veremos seguro y como dice la canción: el resultado nos dará igual (si gana mi equipo, claro)

En el Felix de Nueva York vimos la última gesta de la selección

En el Felix de Nueva York vimos la última gesta de la selección