¿Quién fue el adelantado arquitecto que realizó tal filigrana? ¿Quiénes fueron los anónimos artistas que si saberlo hicieron arte en mayúsculas en las desolados páramos sorianos? ¿Sabían que estaban construyendo algo que siglos después se seguiría admirando? Esas preguntas sin respuesta nos invadieron a los pocos minutos de acceder a su interior, totalmente sorprendidos al no esperarnos para nada lo que nos encontramos. Porque si algo es seguro, es que ese lugar rompe todos los esquemas preconcebidos. Su humilde exterior se transforma en una explosión de originalidad, en un gozoso vértigo en el interior. Sin duda, cumple el dicho sobre la casa del moro: por fuera nada y por dentro un tesoro. Y es que, aunque su original arquitectura hace imposible limitarla a una corriente en concreto, es más bien el resultado de muchas influencias, siendo la más clara la de alarifes mozárabes o árabes directamente. Pero cómo todos los misterios que merecen la pena serlo, solo se llega a su inclasificable originalidad eliminando primero todas aquellas etiquetas que podrían limitarlo. Si bien data de época románica, y así se puede intuir de alguno de sus elementos y la fecha de su edificación (siglos X o XI), no representa para nada la típica edificación de esta etapa, siendo su naturaleza excepcional y contradictoria, un ejemplo claro de la sociedad mestiza que la creó.
La columna central se «abre» como una palmera para sostener toda la bóveda
Lo que más nos llamó la atención al entrar es la enorme columna que se eleva en el centro de la única nave, transformador de fuerzas y tronco de ocho arcos radiales que se despliegan a modo de palmera, verdadero sueño arquitectónico. Y aún guarda una sorpresa, ya que donde se abren esas nervaduras, el arquitecto ideó una pequeña cámara o linterna cubierta a su vez por una cupulilla de seis nervios cruzados. Si ahí se guardaban las reliquias del santo o un tesoro, ya poco importa; lo cierto es que la elegancia y originalidad de la construcción no deja indiferente a nadie. Pero eso no es todo, que va. Hay un coro, al que se accede por unos peldaños incrustados en la pared, que se eleva sobre un pequeño bosquete de arcos de herradura, como si de una pequeña mezquita se tratase. Esta columnata cobija además el acceso a una cueva pretérita, cobijo de ermitaño y posible excusa para la construcción de la primitiva iglesia. Al otro lado, un sencillo ábside con bóveda de medio cañón y una pequeña ventana de arco de herradura, donde se realizarían los ritos. Ahí estábamos, sin dejar de movernos por el pequeño espacio de la iglesuela, boquiabiertos y encantados.
Pero si la arquitectura del lugar ya es motivo de sobra para visitar este lugar en ninguna parte, “los colores desgastados de su vientre desnudo” que diría Gerardo Diego, son la razón final para considerarlo una joya. Una joya expoliada por la codicia y la inconsciencia, lo que impide disfrutar de todas las pinturas que decoraban San Baudelio, pero no nos adelantemos. Inclasificables como su construcción, su originalidad está fuera de toda duda. De excelente factura, sus escenas combinan temáticas religiosas y profanas. Obra, parece ser, de tres anónimos artistas cuyo recuerdo se borró en el tiempo, pero al menos tenemos sus creaciones, como el espectacular elefante portando un castillo en su lomo, un dromedario que podría pasar por el primer anuncio de Camel de la historia o escenas de caza de una antigua modernidad apabullante. Lamentablemente, no es posible disfrutar de la “Capilla Sixtina mozárabe” en su plenitud, por una de esas truculentas y tristes historias tan españolas, ya que en 1925, siendo ya la ermita monumento nacional (aunque se había estado usando incluso de establo), un tratante judío avispado compró a los vecinos de la vecina Casillas de Berlanga, propietarios del templo, parte de las pinturas por 65.000 pesetas de las de entonces. La incultura y la codicia permitieron un acuerdo que, me temo, seguro que hoy todavía podría darse en muchas partes de nuestra geografía. Arrancadas una gran cantidad de pinturas antes de que las autoridades hicieran algo, acabaron siendo objeto de mercadeo en Estados Unidos, dónde hoy se hallan dispersas en museos y colecciones privadas de Boston, Indianápolis o Nueva York. Solo unas pocas se pudieron recuperar y hoy se pueden contemplar en el Museo del Prado en Madrid.
Pintura que representa un ballestero a la caza del ciervo y un jinete enviando a sus tres canes a la caza de dos liebres
El dromedario de comic de San Baudelio, ¿verdad que parece un anuncio de Camel?
Tan encandilados estábamos que ni la pequeña invasión de una bandada de turistas armados con sus pequeñas cámaras relampagueantes nos perturbó de nuestro ensoñamiento. Dimos unas cuentas vueltas por ese pequeño espacio inabarcable, imaginando cómo sería todo en su momento de esplendor, buscando en cada piedra, en cada pintura, ocultos mensajes del pasado que nos ayudasen a conocer mejor a los anónimos héroes que desafiaron los límites de su tiempo para dejarnos un legado tan sublime. Cuándo nos alejábamos, de nuevo en el camino, entendimos porqué nos animaron a venir, comprendimos que el mayor encanto de San Baudelio es justo ese secreto indescifrable y expoliado, de huella o de recuerdo, en mitad de ningún lugar.